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l�stima.
-�Qu� es? preguntó Rita acerc�ndose a la ventana.
-Que ah� traen al muerto, contestaron.
Elvira se sintió irresistiblemente impulsada a asomarse tambi�n.
-Qu�tate, Elvira, le dijo su madre; �no sabes que no puedes resistir la vista de
un muerto?
No la oyó Elvira, pues ya se acercaba el tropel de gente, que por amistad,
curiosidad e inter�s rodeaba al muerto y su s�quito.
Tambi�n Ana y Mar�a se pusieron en la reja. El muerto ven�a atravesado
sobre un caballo y tapado con una manta.
Sostenido por dos hombres le sigue un anciano, cuya cabeza est� ca�da
sobre su pecho.
Le miran... -�Dios poderoso!... �Es Pedro!
Lanzan simult�neamente un grito.
Levanta al o�rlo Pedro la cabeza, y ve a Rita... La desesperación y el
despecho lo animan. Se desprende con violencia de los brazos que lo sostienen,
se abalanza al caballo:
-�Mira tu obra, liviana! Perico le mató.
Diciendo esto levanta la manta y descubre el cad�ver de Ventura, p�lido,
ensangrentado, con una profunda herida en el pecho.
FIN DE LA PARTE SEGUNDA
Parte tercera
Cap�tulo I
Una noche borrascosa cubr�a el cielo de volantes nubes, que perseguidas por
el viento, iban m�s all� a descargar sus raudales. Separ�banse a veces en su
fuga, y entonces aparec�a suave y tranquila la luna, cual heraldo de concordia y
paz en la refriega.
En los cortos instantes en que aclaraba esta pl�cida luz el cielo y la tierra,
hubi�rase podido distinguir en un camino solitario a un hombre macilento y
p�lido. Su andar incierto, sus ojos asombrados, la agitación de los m�sculos de
su semblante, manifestaban claro que ese hombre hu�a.
�S�, hu�a! hu�a de los sitios habitados; hu�a de sus semejantes, hu�a de la
justicia humana, hu�a de s� mismo y de su conciencia, porque ese hombre era un
asesino, y nadie, al verlo huir sombr�o y agitado cual las nubes arriba ante la
invisible fuerza que las persegu�a, hubiese reconocido en �l al hombre honrado,
al hijo sumiso, al marido amante, al padre tierno que hab�a sido pocos d�as
antes, ese ente miserable, sobre el cual la ley echaba el irremisible fallo de
espiación.
S�, ese hombre era Perico: no buscando una paz ya para siempre perdida,
sino huyendo de lo presente y espantado de lo porvenir.
D�as desesperados y noches horrorosas hab�a pasado en los sitios m�s
solitarios, sin m�s sustento que bellotas y ra�ces, evitando los ojos de los
hombres como jueces, y la luz del d�a como acusadora. Pero no hab�a oscuridad
que desvaneciese las im�genes que ante s� ten�a claras y vivas, ni silencio que
acallara sus clamores. Eran aqu�llas el cad�ver sangriento de Ventura, el
desconsuelo de su pobre madre, el dolor de su infeliz hermana, el abandono de
sus hijos, la desesperación del anciano amigo de su padre, la reprobación de su
honrada raza, y sobre todo esto sonaba de continuo a sus o�dos a los que llegó,
el f�nebre, terrible y solemne toque de agon�a con que la iglesia amparaba a su
v�ctima.
En vano le insinuaba el orgullo por su órgano m�s seductor, la honra, que lo
que hizo lo debió hacer, que no hacerlo hubiese sido un baldón, que m�s eran
las ofensas que la represalia. Una voz, que hab�an acallado los gritos de las
pasiones, pero que se hac�a m�s distinta y m�s severa a medida que aqu�llas,
cual todo lo humano, iban cediendo y desmayando, la eterna voz de la
conciencia le dec�a: �Oh, si no lo hubieses hecho!
El viento tra�a consigo un estraordinario sonido, a veces m�s recio, a veces
m�s desvanecido, seg�n eran m�s o menos fuertes sus r�fagas. �Qu� podr�a
ser! �Todo asombra al culpable! �Era el rugido del viento, una flauta o un
quejido? Mientras m�s a �l se aproximaba Perico, m�s inesplicable se le hac�a.
La dirección que segu�a el m�sero, lo acercaba hacia su procedencia. Llega. Su
asombro se llena cuando, sin poder distinguir nada, pues una negra nube cubr�a
la luna, oyó ese portentoso sonido sobre su cabeza. �Sonaba tan triste, tan vago,
tan pavoroso!
En este momento se rompieron las nubes; clara y blanquecina se esparció la
luz de la luna, como una capa de trasparente nieve. Todo sale fuera de los
misterios de las sombras. A sus ojos se presenta �cija, dormida en su valle
como una ave blanca en su nido. Alza la vista hacia donde suena el misterioso
clamor. �Qu� horror! �Sobre cinco postes ve cinco cabezas humanas! Ellas son
las que despiden el doloroso quejido, cual una amonestación del muerto al vivo
(7)
.
Perico retrocede despavorido y repara entonces que no est� solo. Junto a
uno de los postes est� parado un hombre. Este hombre es alto y vigoroso, de
porte varonil y erguido. Viste ricamente a la manera de los contrabandistas; su
rostro tostado es duro, osado y sereno. Tiene en la mano su sombrero,
descubriendo ante esos postes de ignominia una cabeza que no se descubre
jam�s; puesto que esa cabeza es la de un hombre fuera de la ley, de un hombre
que ha roto todos los v�nculos con la sociedad, y que no respeta ya nada en ella;
pero ese hombre, aunque desalmado, cree en Dios, y aunque criminal, es
cristiano, y reza (8) [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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