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Constreñidos a vegetar en horizontes estrechos, llegan hasta desdeñar
todo lo ideal y todo lo agradable, en nombre de lo inmediatamente
provechoso. Su miopía mental impídeles comprender el equilibrio
supremo entre la elegancia y la fuerza, la belleza y la sabiduría. "Don-
de creen descubrir las gracias del cuerpo, la agilidad, la destreza, la
flexibilidad, rehúsan los dones del alma: la profundidad, la reflexión, la
sabiduría. Borran de la historia que el más sabio y el más virtuoso de
los hombres -Sócrates- bailaba". Esta aguda advertencia de Montaigne,
en los Ensayos, mereció una corroboración de Pascal en sus Pensa-
mientos: "Ordinariamente suele imaginarse a Platón y Aristóteles con
grandes togas y como personajes graves y serios. Eran buenos sujetos,
que jaraneaban, como los demás, en el seno de la amistad. Escribieron
sus leyes y sus retratos de política para distraerse y divertirse; ésa era la
parte menos filosófica de su vida. La más filosófica era vivir sencilla y
tranquilamente". El hombre mediocre que renunciara a su solemnidad,
quedaría desorbitado; no podría vivir.
Son modestos, por principio. Pretenden que todos lo sean, exi-
gencia tanto más fácil por cuanto en ellos sobra la modestia, desde que
están desprovistos de méritos verdaderos. Consideran tan nocivo al que
afirma las propias superioridades en voz alta como al que ríe de sus
convencionalismos suntuosos. Llaman modestia a la prohibición de
reclamar los derechos naturales del genio, de la santidad o del heroís-
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mo. Las únicas víctimas de esa falsa virtud son los hombres excelentes,
constreñidos a no pestañear mientras los envidiosos empañan su gloria.
Para los tontos nada más fácil que ser modestos: lo son por necesidad
irrevocable; los más inflados lo fingen por cálculo, considerando que
esa actitud es el complemento necesario de la solemnidad y deja sospe-
char la existencia de méritos pudibundos. Heine dijo: "Los charlatanes
de la modestia son los peores de todos". Y Goethe sentenció: "Sola-
mente los bribones son modestos". Ello no obsta para que esa reputa-
ción sea un tesoro en las mediocracias. Se presume que el modesto
nunca pretenderá ser original, ni alzará su palabra, ni tendrá opiniones
peligrosas, ni desaprobará a los que gobiernan, ni blasfemará de los
dogmas sociales: el hombre que acepta esa máscara hipócrita renuncia
a vivir más de lo que permiten sus cómplices. Hay, es cierto, otra for-
ma de modestia, estimable como virtud legítima: es el afán decoroso de
no gravitar sobre los que nos rodean, sin declinar por ello la más leve
partícula de nuestra dignidad. Tal modestía es un simple respeto de sí
mismo y de los demás. Esos hombres son raros; comparados con los
falsos modestos, son como los tréboles de cuatro hojas. Fracasados hay
que se creen genios no comprendidos y se resignan a ser modestos para
complacer a la mediocracia que puede transformarlos en funcionarios;
y son mediocres, lo mismo que los otros, con más la cataplasma de la
modestia sobre las úlceras de su mediocridad. En ellos, como sentenció
La Bruyére, "la falsa modestia es el último refinamiento de la vani-
dad". La mentira de Tartarín es ridícula; pero la de Tartufo es ignomi-
niosa.
Adoran el sentido común, sin saber de seguro en qué consiste;
confúndenlo con el buen sentido, que es su síntesis. Dudan cuando las
demás resuelven dudar y son eclécticos cuando los otros lo son: llaman
eclecticismo al sistema de los que, no atreviéndose a tener ninguna
opinión, se apropian de todo un poco y logran encender una vela en el
altar de cada santo. Temerosos de pensar, como si fincasen en ello el
pecado mayor de los siete capitales, pierden la aptitud para todo juicio;
por eso cuando un mediocre es juez, aunque comprenda que su deber
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es hacer justicia, se somete a la rutina y cumple el triste oficio de no
hacerla nunca y embrollarla con frecuencia.
El temor de comprometerse les lleva a simpatizar con un precavi-
do escepticismo. Bueno es desconfiar del hipócrita que elogia todo y
del frasacado que todo lo encuentra detestable; pero es cien veces me-
nos estimable el hombre incapaz de un sí y de un no, el que vacila para
admirar lo digno y execrar lo miserable. En el primer capítulo de los
Caracteres parece referirse a ellos, La Bruyére, en un párrafo copiado
por Hello: "Pueden llegar a sentir la belleza de un manuscrito que se
les lee, pero no osan declarar en su favor hasta que hayan visto su
curso en el mundo y escuchado la opinión de los presuntos competen-
tes; no arriesgan su voto, quieren ser llevados por la multitud. Entonces
dicen que han sido los primeros en aprobar la obra y cacarean que el
público es de su opinión". Temerosos de juzgar por sí mismos, se con-
sideran obligados a dudar de los jóvenes; ello no les impide, después
de su triunfo, decir que fueron sus descubridores. Entonces prodíganles
juramentos de esclavitud que llaman palabras de estímulo: son el ho-
menaje de su pavor inconfesable. Su protección a toda superioridad ya
irresistible, es un anticipo usuario sobre la gloria segura: prefieren
tenerla propicia a sentirla hostil.
Hacen mal por imprevisión o por inconsciencia, como los niños
que matan gorriones a pedradas. Traicionan por descuido. Comprome-
ten por distracción. Son incapaces de guardar un secreto; confiárselo
equivale a ocultar un tesoro en caja de vidrio. Si la vanidad no les
tienta, suelen atravesar la penumbra sin herir ni ser heridos, llevando a
cuestas cierto optimismo de Pangloss. A fuerza de paciencia pueden
adquirir alguna habilidad parcial, como esos autómatas perfeccionados
que honran a la juguetería moderna: podría concedérseles una especie [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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