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¿Habría llegado a fuerza de ensayos a una existencia no sólo soportable, sino agradable
y sensata? Su pesimismo le hacía pensar que la calma no iba a ser duradera.
Algo va a venir el mejor día pensaba que va a descomponer este bello
equilibrio.
Muchas veces se le figuraba que en su vida había una ventana abierta a un abismo.
Asomándose a ella el vértigo y el horror se apoderaban de su alma.
Por cualquier cosa, con cualquier motivo, temía que este abismo se abriera de nuevo
a sus pies.
Para Andrés todos los allegados eran enemigos; realmente la suegra, Niní, su
marido, los vecinos, la portera, miraban el estado feliz del matrimonio como algo
ofensivo para ellos.
No hagas caso de lo que te digan recomendaba Andrés a su mujer . Un
estado de tranquilidad como el nuestro es una injuria para toda esa gente que vive en
una perpetua tragedia de celos, de envidias, de tonterías. Ten en cuenta que han de
querer envenenarnos.
Lo tendré en cuenta replicaba Lulú, que se burlaba de la grave recomendación
de su marido.
Niní algunos domingos, por la tarde, invitaba a su hermana a ir al teatro.
¿Andrés no quiere venir? preguntaba Niní.
No. Está trabajando.
Tu marido es un erizo.
Bueno; dejadle.
Al volver Lulú por la noche contaba a su marido lo que había visto. Andrés hacía
alguna reflexión filosófica que a Lulú le parecía muy cómica, cenaban y después de
cenar paseaban los dos un momento.
En verano, salían casi todos los días al anochecer. Al concluir su trabajo, Andrés iba
a buscar a Lulú a la tienda, dejaban en el mostrador a la muchacha y se marchaban a
corretear por el Canalillo o la Dehesa de Amaniel.
Otras noches entraban en los cinematógrafos de Chamberí, y Andrés oía entretenido
los comentarios de Lulú, que tenían esa gracia madrileña ingenua y despierta que no se
parece en nada a las groserías estúpidas y amaneradas de los especialistas en
madrileñismo.
Lulú le producía a Andrés grandes sorpresas; jamás hubiera supuesto que aquella
muchacha, tan atrevida al parecer, fuera íntimamente de una timidez tan completa.
Lulú tenía una idea absurda de su marido, lo consideraba como un portento.
Una noche que se les hizo tarde, al volver del Canalillo, se encontraron en un
callejón sombrío, que hay cerca del abandonado cementerio de la Patriarcal, con dos
hombres de mal aspecto. Estaba ya oscuro; un farol medio caído, sujeto en la tapia del
camposanto, iluminaba el camino, negro por el polvo del carbón y abierto entre dos
tapias. Uno de los hombres se les acercó a pedirles limosna de una manera un tanto
sospechosa.
Andrés contestó que no tenía un cuarto y sacó la llave de casa del bolsillo, que
brilló como si fuera el cañón de un revólver.
Los dos hombres no se atrevieron a atacarles, y Lulú y Andrés pudieron llegar a la
calle de San Bernardo sin el menor tropiezo.
¿Has tenido miedo, Lulú? le preguntó Andrés.
Sí; pero no mucho. Como iba contigo...
Qué espejismo pensó él , mi mujer cree que soy un Hércules.
Todos los conocidos de Lulú y de Andrés se maravillaban de la armonía del
matrimonio.
Hemos llegado a querernos de verdad decía Andrés , porque no teníamos
interés en mentir.
III.- En paz
Pasaron muchos meses y la paz del matrimonio no se turbó.
Andrés estaba desconocido. El método de vida, el no tener que sufrir el sol, ni subir
escaleras, ni ver miserias, le daba una impresión de tranquilidad, de paz.
Explicándose como un filósofo, hubiera dicho que la sensación de conjunto de su
cuerpo, la cenesthesia era en aquel momento pasiva, tranquila, dulce. Su bienestar
físico le preparaba para ese estado de perfección y de equilibrio intelectual, que los
epicúreos y los estoicos griegos llamaron ataraxia , el paraíso del que no cree.
Aquel estado de serenidad le daba una gran lucidez y mucho método en sus
trabajos. Los estudios de síntesis que hizo para la revista médica tuvieron gran éxito. El
director le alentó para que siguiera por aquel camino. No quería ya que tradujera, sino
que hiciera trabajos originales para todos los números.
Andrés y Lulú no tenían nunca la menor riña; se entendían muy bien. Sólo en
cuestiones de higiene y alimentación, ella no le hacía mucho caso a su marido.
Mira, no comas tanta ensalada le decía él.
¿Por qué? Si me gusta.
Sí; pero no te conviene ese ácido. Eres artrítica como yo.
¡Ah, tonterías! No son tonterías.
Andrés daba todo el dinero que ganaba a su mujer.
A mí no me compres nada le decía.
Pero necesitas...
Yo no. Si quieres comprar, compra algo para la casa o para ti.
Lulú seguía con la tiendecita; iba y venía del obrador a su casa, unas veces de
mantilla, otras con un sombrero pequeño.
Desde que se había casado estaba de mejor aspecto; como andaba más al aire libre
tenía un color sano. Además, su aire satírico se había suavizado, y su expresión era más
dulce.
Varias veces desde el balcón vio Hurtado que algún pollo o algún viejo habían
venido hasta casa, siguiendo a su mujer.
Mira, Lulú le decía , ten cuidado; te siguen.
¿Sí?
Sí; la verdad es que te estás poniendo muy guapa. Vas a hacerme celoso.
Sí, mucho. Tú ya sabes demasiado cómo yo te quiero replicaba ella . Cuando
estoy en la tienda, siempre estoy pensando: ¿Qué hará aquél?
Deja la tienda.
No, no. ¿Y si tuviéramos un hijo? Hay que ahorrar.
¡El hijo! Andrés no quería hablar, ni hacer la menor alusión a este punto,
verdaderamente delicado; le producía una gran inquietud.
La religión y la moral vieja gravitan todavía sobre uno se decía ; no puede uno
echar fuera completamente el hombre supersticioso que lleva en la sangre la idea del
pecado.
Muchas veces, al pensar en el porvenir, le entraba un gran terror; sentía que aquella
ventana sobre el abismo podía entreabrirse.
Con frecuencia, marido y mujer iban a visitar a Iturrioz, y éste también a menudo
pasaba un rato en el despacho de Andrés.
Un año, próximamente después de casados, Lulú se puso algo enferma; estaba
distraída, melancólica y preocupada.
¿Qué le pasa? ¿Qué tiene? se preguntaba Andrés con inquietud.
Pasó aquella racha de tristeza, pero al poco tiempo volvió de nuevo con más fuerza;
los ojos de Lulú estaban velados, en su rostro se notaban señales de haber llorado.
Andrés, preocupado, hacía esfuerzos para parecer distraído; pero llegó un momento
en que le fue imposible fingir que no se daba cuenta del estado de su mujer.
Una noche le preguntó lo que le ocurría y ella, abrazándose a su cuello, le hizo
tímidamente la confesión de lo que le pasaba.
Era lo que temía Andrés. La tristeza de no tener el hijo, la sospecha de que su
marido no quería tenerlo, hacía llorar a Lulú a lágrima viva, con el corazón hinchado
por la pena.
¿Qué actitud tomar ante un dolor semejante? ¿Cómo decir a aquella mujer, que él se
consideraba como un producto envenenado y podrido, que no debía tener descendencia?
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