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trabajando o en huelga. Lo que se había visto era tal cual corista que se quedaba allí, casada con uno del
pueblo, o ejerciendo un oficio; un director de orquesta se había hecho vecino para dirigir una banda
municipal... pero tiples y tenores, nunca habían parado tantos meses: concluido el trigo, volaban. El
fenómeno que ofrecían Serafina, Julio y Gaetano, era tan admirable como si las golondrinas se hubieran
quedado a pasar un invierno entre nieve. Sólo que de las golondrinas no se hubiera hecho comidilla para
decir que las alimentaban los gorriones, por ejemplo. Y de la larga estancia de los cómicos, contratados
unas temporadas, otras no, se decían horrores. No por hacer callar a la maledicencia, de la que nadie se
acordaba, a no ser Bonis, sino porque no había manera decorosa, ni aun medio decorosa, de continuar
cubriendo las apariencias, ni tampoco recursos para seguir manteniendo los grandes gastos que causaban
aquellos restos de la compañía disuelta, se comprendió la necesidad de que terminase aquel estado de
cosas, como le llamaba Reyes. La empresa había perdido bastante, y sobre la empresa, es decir, sobre el
caudal mermadísimo del abogado Valcárcel, continuaban cargando, más o menos directamente, las
principales partes, a saber: Mochi, Serafina y Minghetti. Se presentó la ocasión de ganar la vida con el
trabajo, y hubo que aprovecharla, por más que doliera a unos y a otros la despedida. Quien no transigió
fue Emma. Tuvo una encerrona con su tío y mayordomo, que había sido nombrado vicepresidente de la
Academia de Bellas Artes, agregada a la Sociedad Económica de Amigos del País, y de aquella conferencia
resultó el acuerdo, porque allí todo eran panes prestados, de que Minghetti continuaría en el pueblo en
calidad de director de la Sección de música en la citada Academia. El sueldo que pudieron ofrecer los
señores socios al barítono no era gran cosa; pero él se dio por satisfecho, porque además pensaba dar
lecciones de piano y de canto, y con esto y lo otro (y lo otro, así decía la malicia, entre paréntesis, por lo
bajo) podía ir tirando, hasta que se cansara de aquella vida sedentaria, y se decidiera a admitir una de las
muchas contratas que, según él, se le ofrecían desde el extranjero.
Serafina dejaba con pena el pueblo, en que había llegado casi a olvidar que era una actriz y una
Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo
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aventurera, para creerse una dama honrada que tenía buenas relaciones con la mejor sociedad de una
capital de provincia, y un amante fiel, dulce, manso y guapo. A Bonis le había llegado a querer de veras,
con un cariño que tenía algo de fraternal, que era a ratos lujuria y que se convertía en pasión de celosa
cuando sospechaba que el tonto de Reyes podía cansarse de ella y querer a otra. Tiempo hacía que
notaba en su queridísimo bobalicón despego disimulado, distracciones, cierta tendencia a huir de sus
intimidades. Al principio sospechó algo de las extrañas noches de valpurgis matrimonial que tan
preocupado trajeron una temporada a Reyes; después, siguiendo la pista a los desvíos y distracciones del
amante, llegó a comprender que no se trataba de otros amores, sino de ideas que a él le daban; tal vez iba
a volvérsele definitivamente bobo, y no dejaba de sentir cierto remordimiento.
«A éste se le ablanda la mollera por culpa mía.»
Más de una vez, en sus ligeras reyertas de amantes antiguos, pacíficos y fieles, pero cansados, oyó a
Bonis hablar de la moral como un obstáculo a la felicidad de entrambos. Lo que nunca pudo sospechar
Serafina fue la principal idea de Bonis, la del hijo; y esto era lo que en realidad le apartaba de su querida,
del pecado.
Pero en la noche en que, al arrancar la diligencia de Galicia, Bonis, subiéndose de un brinco al estribo
de la berlina, pudo, a hurtadillas, dar el último beso a la Gorgheggi, sintió que su pasión no había sido
una mentira artística, porque con aquel beso se despedía de un género de delicias intensas, inefables,
que no podrían volver; con aquel beso se despedía del último vestigio de la juventud.
Entre la muchedumbre que había acudido a despedir a los cantantes, se sintió Bonis, después que
desapareció el coche en la oscuridad, muy solo, abandonado, sumido otra vez en su insignificancia, en el
antiguo menosprecio.
Delante de él, que volvía solo por la calle sombría adelante, solo entre la muchedumbre de sus
amigos y amigas, distinguió dos bultos que caminaban muy juntos, cogidos del brazo, según era permitido
en aquella época a las señoritas y a los galanes; eran Marta Körner y Nepomuceno, que se habían
adelantado, huyendo la vigilancia del alemán, que no gustaba de tales confianzas. La escena de la despedida
los había enternecido y animado; la oscuridad de las calles, alumbradas con aceite, les daba un incentivo [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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